miércoles, 6 de mayo de 2009

Un reloj en la pared.

Un martillazo, después otro y otro hasta mirar el reloj, la hora, esa misma hora donde comenzó el final. Y si no lo hubiese mirado estaría terminando otro de sus encargues. Pero estaba ahí, removiendo el tiempo y pinchándose con la bestialidad de las agujas del reloj y las agujas sobre las polleras bordadas de la tarde. Creía ser el primer ser, justamente, en equiparar el resultado del cielo en torrenciales figuras sobre su rostro.
Y volvía al trabajo, a jugar con sus manos y sus pájaros, a propagarse en sonidos capaces de devolverle el rumbo cuando entibiaba su corteza gastada a la espera de un grillo que cruja tan solo un poco mas que sus piernas, que su voz, y libere el eco que tanto daño encendió veranos. Y de nuevo los martillazos y la hora que calla y lo viste de impaciencia. Prendió el calentador, para ver si unos mates apagasen la sed del pasado cansado de aparecer.
Consolar el cielo hubiese sido su castigo, pero lo es rebanar cuantas veces quisiera el cauce, remover la tierra o las cenizas. Espiralar de una vez por todas la consciencia y ocultar en aquella mirada el ocaso, la marea y la primaria sensación de perder los pasos.

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