lunes, 28 de marzo de 2011

Mania de horizontes

altero los sentidos y me siento abatida sólo con escuchar el mar. Hay un abanico que absorbe el color, acampando en el abandono, un acantilado de acento alemán con escaleras como acertijos acertados para fácil acceso. Un accidente acurruca los sentimientos, acuña la tristeza, advierto lo adulto del paisaje, adorable adrenalina que agasaja una agenda por venir, los aforismos aflojan la afilada mente de azucenas que se escapa cada tarde desde un aeródromo, con azafatas azules, el cielo atardeciendo en la piel.
Arena de Aries molesta en el viento, arsenal atolondrado del invierno. Anclamos ausentes, acudimos a la actitud desacelerada en la caracola de un arco iris auditivo.
¿Y qué es lo que quiero decir? Un acople del abismo, un acopio de los huesos, al ángel ancestral que sonríe desde mis anémicos ojos. Mi piel alcalina te soporta, alborota los alambres de tu ajena santidad, que alarma el alarde de las acuarelas y de este horizonte acróbata sobre el lienzo ansioso de la noche al alba. Acne de juventud sobre la piel de los verbos delatan tu accionar, tu credo. Me convierto en las arrugas de una bacteria acuática acumulada en la acentuación de tus pies sobre la orilla.
El acero acompaña los rieles de la abstinencia. Ya no te veo azul, ni gris, ni viento. Austeridad, el amor no es una moneda corriente, la abundancia es abusada en el rincón de las plazas. Abreviamos palabras y el aborto en aerosol describe la adoración del adulterio. Puedo ser el peor adversario, aduana a tus miradas del mundo, nada afín a tus almidonados sueños, la autoridad de las aves heridas, las avenidas que avanzan al auxilio, avalanchas hacia ninguna parte.
La avaricia te entorpece, los astros y la áspera astucia del poder, insostenibles en tu cabeza de aserrín, de arañas en el machimbre arbitrario. Apasionado por la apatía, antifaz de la distancia, la anorexia da radiografías de tu carne deshecha entre los escombros del cuerpo alado, la iconografía del desgaste que se aparta de tu cráneo en la ventana abierta. 
Antigua, tu costumbre ambiente en la ambición de amar amarillo, alumbrando el altruismo en la alteración de los altares precoses. Una voz del más allá te desanida las palabras, te desnuda en una mesa, alquiler alterno de tu cuerpo mundo, alojamiento de almanaques y del naufragio.
Alineo esta alienación que me invade, y rasga los rasgos personales en lo hondo del armario, de los planetas de vos y de mí. La alergia se disipa, el alfabeto se instruye en alivio, un algodón limpia el almíbar de tu boca y se vuelve rancio en la basura.
Almohada alucinaciones de aluminio alucinógeno. 
Amazónicas amistades que amenazan la tranquilidad, abriéndose un matorral de traiciones y frustración no arrepentida. Amputo el análisis encarnado en tu muñeca ama y señora, ancianos anfibios se deslizan con el agua de la lluvia por tus venas. Las anginas se anestesian con anís estrellado, el ánimo de la ansiedad anónima en asociaciones de antaño antártico, frío frío frío, el frío no siempre es lejanía. 
Antenas que evocan antepasados y sus mensajes antiterroristas de los bloques muertos de tu cerebro, boca llena de antojos ántrax, bolsillos sin antisépticos. Una antorcha olímpica amanece apostólica en la secta motriz de las medulas de fuego, apología del delito en un frasco de azúcar quemada a la espera del agua hirviendo, esterilización del vacío. Arcos, archivos del cosmos arrinconados en tu garganta. 
En la ciudad arrabalera hay aromas de arma arquitectónica, artesanos de arterias, arroyos que se abren en la artritis de los bosques asesinan vida en los cimientos, las raíces del ascenso arraigadas a la aspereza de un paisaje asexual. La astrología se debate la visión de tus pulmones en el aire, esporas en el ataúd del atajo, mis ojos ateos repican hacia el atlántico, con el ardor del dios audaz que me deja sentada un rato más, con la paz de amar hasta el hartazgo.

viernes, 11 de marzo de 2011

Sueños extraños (2) Sin titulo

De pronto me encontré manejando incansablemente, intentando alcanzar un colectivo de la línea 511 que perdimos con mi hermana en avenida Luro y la catedral. Manejar por calles eternas incendiadas de edificios, por un recorrido que no es era mismo de siempre, y de pronto aparecer en un morro, sobre pequeñas callecitas con casas precarias, sin hombres exentos de color, de mucho color a la derecha y a la izquierda, de barro, de juguetes viejos, de baldes sin mar, de muñecas sin brazos en las veredas que no existen, que son parte de la calle. Bicicletas oxidadas, pasillos sin destino, tendederos plagados de ropa clara, agujereada por las polillas, como las polillas de mi ropero, aparecer allí como un abrir y cerrar de su puerta.
Ahí estaba en una fabela de algún lugar de brasil, aparecía sin el auto y sin alguna rueda, sola, sin colectivos. Se abría una puerta y un primo me recibía, una casita sin techo, sin puertas ni ventanas, sin pintar. Y un gato peludo negro, acostado sobre uno de los marcos la ventana sin ventana. La vista era imponente, estaba a unos cientos de metros de altura a nivel del mar, un atardecer cayendo anclado ya sin sol, con el calor en el aire, con decenas de personas en la orilla, allá abajo, y mas morros cubriendo la derecha del horizonte. Lo extraño, las demás casas alrededor vacías, sin gente. 
De repente el miedo, parte de lo que iba a acontecer; caballos y jirafas delineadas comenzaron a salir del agua, transparentes, solo delineados con colores fluor, de fucsias y verdes, amarillos y naranjas, como vivos fuegos artificiales. Salieron del fondo del mar en estampida y corrían por la arena, la gente gritando y corriendo despavorida entre los animales que invadían la arena. Una pelota inflable de colores apareció desde el cielo en medio del caos, se acercaba como se acercan los meteoritos que la gente teme, del fin del mundo, el Apocalipsis, y las flores marchitas sin velorios que llenar. La pelota se acercaba cada vez mas, gigante, era una luna que caía, rebotaba en el mar y las olas creciendo alrededor, cubriendo a las personas y a los animales que seguían corriendo en las orillas, ya metiéndose entre los morros, el agua tapando la avenida, entrando por las calles. La pelota seguía su marcha, comenzó a subir por el morro destruyendo las casitas precarias. Yo, inmóvil, observando todo, miedo, miedo, la pelota pasaba a unos cincuenta metros de mí, y seguía subiendo. Me quede ahí escuchando los gritos, la gente que ahora aparecía entre las calles de barro, y corría no se hacia dónde. Paranoia inhalada. La pelota tal vez seguiría su marcha hacia otro morro, hacia otra costa, o tal vez aparecería algún niño gigante buscándola, que la detenga y comience a jugar un vòley playero, o a construir castillos de arena con palitas en la orilla.