jueves, 5 de junio de 2014

Cuatro veranos y mis hermanas




Grillos, aroma a pasto fresco
a piel del día quemada por el sol
en la noche prohibida por el hombre
de la bolsa o por el viejo
que al vernos pasar detenía su marcha
pero no sus ojos
que nos seguían hasta desaparecer.
En esos atardeceres de verano
los cielos eran un incendio
ronchas en la piel
y el zumbido de mosquitos
canciones de cuna todavía presente.
Antes de dormir mamá tiraba raid
cerraba la puerta
y yo me tapaba con las sabánas
como los muertos que aún no sabía
intoxicados por fumigaciones.
Las ranas podían vivir
en vasos de plástico de yogur
con agujeros para que respiren
chozas de paja eran un juego
una casa pequeña a nuestro tamaño
para salvarnos
para que los adultos no puedan entrar.
Una vez un perro grande y blanco
se trepó a buscar una rama que le tiraron
para tirar abajo nuestro esfuerzo
y así, poco a poco fuimos aprendiendo
la tarea de volver a construir
que seguir juntando pasto seco
es un límite escaso con el fuego
y barrer el piso de tierra
el interior de nuestra choza
era la función interminable a seguir
cuando ya nuestros cuerpos no puedan
cuando ya nuestros cuerpos
busquen en otro
la necesidad del refugio.