miércoles, 6 de mayo de 2009

Los mates y Gutierrez

Estaba sentada en la silla de la mesa de la cocina mientras esperaba a que el agua se caliente, tratando de escribir para amenizar la espera, pero el hambre despedaza los dientes. Tengo miedo, sí, y no le creía a Gutiérrez, el señor del kiosco de diarios que lo pronosticó cuando le comenté de mi dolor estomacal tan punzante como un taladro rompiendo la pared, quebrando la armonía del tiempo con un recuerdo aislado ¿Sabés qué es eso? Miedo. Viejo metiche que esquiva sus problemas y los traslada a ajenos para hacerlos propios, pero por supuesto él no los debe resolver. Ya demasiada importancia le estoy dando al viejo ese teniendo mi vida, de lo contrario va a dejarme olvidada en el baño de la estación mientras ella sigue en su carril hacia el país del siempre nunca jamás.
Preparé el primer mate y lo tomé con la costumbre del primero, amargo como los que Héctor me da en la primera hora despierta de la mañana. Los tomo de esa forma porque a él le gustan así. Héctor me hizo conocer el miedo, creo que él tenía la cara del miedo. Con solo mirarlo me paraliza y el viejo metiche tenía razón, tenia miedo porque me acordaba de Héctor y su mirada matinal, y su vuelta.
Estábamos en eso, en el miedo como el gato que se asoma a un nido refulgente, sin la madre para poder defender el nicho materno. Y siento la respiración del gato que me lleva en su boca sin saber a dónde ir. Entonces se detiene en lo alto de una rama en el pino ancestral de la vereda de Gutiérrez. ¿Dije nicho? Puede ser, a altas horas de la noche ya no se si el nido materno no es un nicho al fin y al cabo. Nido y nicho es casi lo mismo, se nace y muere en esta vida, muchas veces se muere en el mismo lugar en el que se nace, muere cada cosa desde la que nacemos y se vive cada cosa desde la que morimos. Somos un ocho, la vuelta, el recorrido que dobla el moño en la misma cinta, principio y final en un mismo cuerpo.
Un ocho caminando y las altas horas de la noche. La aguja del reloj camina
sobre el tiempo construido con la forma del ocho y van a ser y diez. No puedo escribir, falta el aire porque las palabras se esconden y te ocupan los pulmones hasta que se dignen a salir, pero no lo hacen y falta el aire. Los mates tal vez amarguen más esta vigilia o ahoguen las palabras hasta que salgan muertas por mi boca, de cualquier modo, asustadas con el miedo como si fuese capaz de animarlas a buscar una salida que resiste.
Son las tres y veinte y no hay noticias. Héctor llega a la Terminal a las dos y media de la mañana de su viaje de larga distancia y lo esperan unos días molestando en casa, peleándose con mama por la ropa sucia, el baño sucio, su cara ensuciándole los ojos a ella.
El teléfono comenzó a sonar y me levanto apurada para no despertar a mamá, que después se levanta relinchando por el galope del ruido de madrugada. Pero si vos sabes que Héctor llega hoy y no llega antes de la medianoche.
Tal vez sea la suerte o la desgracia que caminan abanicándose el calor de la frente, pero esa llamada, esa voz y el miedo en la cara de Héctor, o en mi cara cuando marcaba su territorio en mi cuerpo, cuando allanaba de improvisto la certeza y el no querer, el decir basta y los golpes. Los golpes a la puerta y nada, no pasa nada mamá, el ocho girando en la cabeza y no se puede salir. Vos viviste lo mismo, no te quejes.
Entonces esa llamada que llovía el pronostico tan esperado, el saber que ya no habría mates matinales ni ropa sucia por la casa, ese olor a Héctor y el asco, el miedo acuñando fronteras en la piel. La voz quebrada, y el mate amargo esperando por apagar la dulzura en los oídos, escuchar eso que tanto esperaba escuchar, esa ruta vencida en los brazos de Héctor.
Fue instantáneo. No lo vió, las luces altas, solo hay heridos pero él, él ya no.
Y la sonrisa en los ojos con el brillo de la ternura apagando el horror, el no saber escapar de la conciencia, la culpa al deseo cumplido. Las lágrimas por rebalsar de los ojos, no sufrió, amaba tanto la ruta y terminó así, tan suave en ella, era tan bueno, tuviste suerte de tenerlo. Claro, yo pensaba, allá seria tan bueno, pero detrás de las puertas, sus manos labraban el miedo. Los años y el ocho caminando por las ojeras, desprenderse por fin del círculo.
Ahora puedo ir al kiosco y decirle a Gutiérrez que ya no tengo dolor estomacal, que ya pasó y que tenia razón.
Llamar al gato que siempre trepa al árbol de su vereda, darle algo de comer y acariciarlo, alejarlo del nido. Gracias por llamar, voy enseguida.
¿Quién es a esta hora hija? Anda a dormir mamá, en la mañana te cuento, dormí que te despierto con unos mates dulces, esos que te gustan tanto a vos, y a mí, y vamos a salir a dar una vuelta porque el cielo se ve despejado y va a ser un día hermoso, lleno de sol.

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