viernes, 29 de julio de 2011

Hacer espacio

Siento que no tengo los pies sobre el piso, que las sillas y la mesa y los muebles se alejan hacia las esquinas del comedor, algunos se meten debajo de la escalera. El cielo de pronto tiene la corteza del encierro. Levanto las persianas, se encienden las luces de los barcos y el fuego es más hermoso aún en el horizonte, sobre el mar quieto, en la quietud de tu rostro observando desde la orilla, y desde las esquinas de esta habitación.
Miro mis manos, un jardín va creciendo en ellas, flores abren solitarias y la palma se acostumbra a la caricia. Te saludo estirando los brazos para que me veas, pero estas lejos. Bajo las persianas.
Busco en un rincón donde sentarme, apoyo las manos en el piso y espero. Un temblor desde el centro de la tierra, da lugar a abono fértil desde las baldosas, que luego escupen semillas, se amalgaman y los brotes dan manotazos de ahogado. 
Crecen las plantas, dan flores. El sol da tan fuerte. 
Dejo un rato más mis manos sobre el piso para que a mi lado nazca un sauce. Las paredes oscuras ya no me cercan, se derrumbaron, hay un pequeño alambrado nada más, y puedo ver sin astigmatismo la claridad del campo donde habían paredes. Sólo queda la ventana al mar, que da marco a la perfección. Cualquier paraíso nos sería escaso. 
Apilo alguna de las sillas para que a tu vuelta, haya mas espacio y puedas sentarte sobre el pasto, y ver conmigo el horizonte debajo de la sombra.

lunes, 4 de julio de 2011

Crucíferas y estrés


Hace un tiempo comencé a comer mucho brócoli, descubrí un mundo riquísimo luego del umbral de su olor a podrido, con su forma de arbolito casi perfecto, tupido, cabezas florales siempre verdes y más verdes con el hervor. Con queso, en tartas, en salsa, con panceta. Hace unos días miré los árboles que bordean el arroyo que pasa a una cuadra de mi casa, y vi algo que nunca había visto: brócolis gigantes, esbeltos, seguramente sabrosos. Herví los que tenia en la heladera, pequeños bonsái que harán nido en mi estómago. La tierra del barrio es buena, saqué todas las flores de raíz, y planté mis amados para ver si crecerían hervidos, sin canteros, pero formando diagonales en el jardín. Puede ser que crezcan, sino con la escarcha del invierno van a quedar lindos un tiempo. Nada mejor que mostrar en la vereda lo que hay adentro de la casa con tanto amor, y un cartelito que dé la dirección correcta, para que el verdulero nunca se pierda y pueda traerme a casa ramos de brócolis, con una tarjetita que diga, felicidades.
Esto del brócoli me esta estresando un poco, creo que esta creciendo el pequeño bonsái y los jugos gástricos están cansados de licuar tanta crucífera. 
Me tomé unas vacaciones, fuí a una playa en temporada nocturna. Me fuí al Mar Negro. A una ciudad que parecía un parque de diversiones, demasiada locura para mí, mucha luz, muy Las Vegas. Solo había hoteles. Eran hoteles clásicos, con habitaciones simples, dobles, cuartos de libra y suites. Todos sobre la playa. Pero con detalles únicos. Uno tenía un techo con toboganes formando sus aguas, de muchos colores, y daban a piletas que bordeaban el hotel. Otro tenía un carrusel, y un tipo con la sortija pasaba horas sobre una grúa esperando que algún pibe se cayera así se dejaban de joder. Igualmente en estas tierras está todo calculado, nada está librado al azar. El hotel brindaba los servicios de bomberos con una colchoneta, por las dudas. 
Había otro con una ruleta, los jugadores compulsivos se metían en fichas gigantes y apostaban su vida; los que ya estaban en rehabilitación, se peleaban por ser la bola blanca. 
La playa no tenía carpas como acá, no le sacan tanto jugo a los turistas, pero sí habían sombrillitas con una barra debajo, para tomar un aperitivo, y puestos de artesanos vendiendo cosas. Había fetos de tiburones en frasquitos de almíbar. Y también carteras.
Pero lo más llamativo era un circo, un circo sobre el mar. Se entraba por un puente, las entradas mas caras te permitían un lugar en tablones de madera. Pagué una de esas, para las mas baratas tenia que saber nadar, y el agua del mar me da miedo para eso, más éste, lleno de algas que lo hacen mas oscuro. Parecen bichos. Si bajabas por un ascensor en el intervalo, te encontrabas con un restaurante de sushi, vidriado, con un japonés que mandaba a un buzo a buscarte el pez que quisieras, y lo comías al rato en un maki. 
El escenario era una pista de hielo y los números clásicos de circo no sorprendían, a lo sumo algún delfín o piraña amaestrada, saltando como las truchas en el sur. Me fui pensando en alguna trucha asada, pero como no tenía a mano, me compré una bolsita de snacks parecidos a los chizitos de acá y caminé hasta el hotel. El mío tenía en su terraza una réplica del amazonas y una colectividad de Roamaynas en su interior. No les gusta ver mucha gente, pero tal vez, el all inclusive me dé una lanza y alguna ropita típica para entrar, y ver si puedo pescar algo en el río que también tienen a disposición. Si son ricos, parecidos a las truchas, puede ser que me pierda por ahí, así me alejo un poco de la civilización, del brócoli. Todavía lo extraño. Por las dudas me traje unas semillas.

viernes, 1 de julio de 2011

Pan y Manteca

Una tarde con hebras de té, en la mesita acantilada que da a la ventana de 25 de mayo. Pero no hay costa, sólo gente que pasa, mundos pequeñísimos dentro de las carteras, en los bolsillos, en peines cientos de peinados canosos. Un mundo subterráneo debajo de los tapados, camperas de rafting por los ríos del asfalto escurriéndose, vaya a saber dónde. 
El comienzo de la noche, la ventana. La mesita redonda tiene la forma de tu mirada, que rebota contra los marcos de los cuadros y el brillo del vidrio. 
No estas acá, no sos lluvia. Afuera paraguas se abren, los peinados se deshacen inocentes, esperan refugio, caldos tal vez, el calor del cuerpo dando aire frío al cuerpo caliente, espasmos. 
Te prepararía una sopa riquísima, como las de mi abuela en el campo, perdidas como el apio perdido entre vapor y sabor intenso, y tanta piel llenando de aromas cada casa, cada puerta que se abre en el cemento de tu cama. Mesadas de mármol y cuchillas acariciando el sustantivo que irá a parar a la olla, donde también se nebulizan los llantos.
Pero no estas acá, no sos lluvia. La lluvia envidia mi taza vacía, quiere entrar, quiere acomodarse entera, y yo quiero ser ella, su desliz en la ventana, o en tu mano de roble, en la gota de té que no quiere llegar a tu boca y cae de nuevo por la porcelana blanca de la taza. 
Abuelos pacientes se resignan al agua en la vereda, desaceleran los pasos. Hace frío y no estas acá, ni en las patas de la mesa, ni en el teléfono mío que suena y no atiendo. Perdí tu señal, como las bocas de tormenta que se pierden en estos días de invierno.
Las velas encendidas en las esquinas del café, aglomeraciones que aparecen con lágrimas de cera caliente, caen y frenan ahí no más, dan lugar a mas formas, muchas mas de las que devuelve tu gesto difuso en alguna aparición religiosa. 
Ya no tenès boca ni nariz ni ojos afeitados, ya no tenès cejas arbitrarias, ni tus ángulos de ave vuelan. El cielo está vacío. 
Miro mi taza también vacía, pido la cuenta. Me levanto y mis dedos tocan el borde de la mesa de madera, los arrastro hasta tu mano, recorro su meseta, sigo hasta subir a tu hombro. Te besaría, pero ya no veo tu cara delante mío.
Salgo del café sin paraguas ni capucha, me choco con un señor que no quiere mojarse de màs y entra apurado a buscar refugio o algo caliente para tomar. Se sienta en mi silla recièn abandonada.
Paso por la ventana y estas ahí. La cera se desliza un poco más en los candelabros.