jueves, 20 de agosto de 2009

Turismo Aventura (sobre sueños que tuve)

Raúl bajó del micro con el mapa en la mano derecha y su “que en paz descanse” tatuado en la muñeca. Marisa ya estaba cansada de ver lo mismo, pero Raúl se portaba como un nene en un parque de diversiones que se escapa de las manos, y hay que seguirle el paso antes de que se pierda. Y no seria grato perderlo en aquel lugar.
Era el sexto pueblo que visitaban del circuito, y el anteúltimo. Llegaron al lugar luego de cruzar cientos de kilómetros, entrando por calles de tierra, cruzando arboledas y mas arboledas, raíces levantándoles las pestañas, arrancándole cada tanto los párpados cerrados por tanta ruta cansina. El pueblo era de aspecto antiguo, como las ventanas que se dejan de abrir. Estaba en una gran zanja, se veía desde la ruta y podía observarse la calle principal, y el festival que tantos visitantes atraía de todo el país y hasta del extranjero. Se podía ver también, más cerca de los recién llegados, el enorme edificio de paredes negras, de apariencia abandonada, sin terminar, y sus grafitos de los visitantes de años anteriores. Unos mochileros salían efusivos haciendo ademanes y llevando el programa de actividades en una de sus manos. Raúl y Marisa comenzaron a caminar para empezar lo más pronto posible con el recorrido. 
Entraron al edificio y subieron por escalera al sexto piso. Los pisos y las puertas también eran negros. Había habitaciones vacías y otras llenas de gente, sin puertas ni ventanas, pero en cada una de ellas el centro estaba ocupado siempre por el cajón de roble oscuro y sus relucientes puntillas asomando. A Raúl le llamó mucho la atención una en la que se encontraba una chica sola, delgada de cabellos larguisimos, que se metía en el cajón, alargando sus brazos cada vez más y más como espinas. Sus dedos parecían ir regenerándose en su extremidad para poder tocar el cuerpo por última vez, que a su vez iba descendiendo, como si bajara por un ascensor interno, perdiéndose entre las puntillas blancas. 
Raúl contemplaba emocionado y sacaba fotos hasta que Marisa lo arrastró hacia la siguiente habitación, donde docenas de personas lloraban la desaparición del cuerpo de turno. No tenían a quien seguir llorando y justificar las coronas de costosas flores importadas, tanto que habían esperado por ese momento durante todo el año. Se notaba muy querida la difunta. De repente se vio en la pared una sombra envuelta en luces tenues que comenzó a reír e irse por las paredes negras, que con la luz, tan negras no se veían. Siempre se ve un poco de luz hasta en el pozo más profundo. La hija de la señora, trató de alcanzarla bajando los seis pisos, pero no hubo caso. Parece que solo quería ver cómo y quienes la lloraban, y cuan hipócritas eran. Luego oyeron a los mochileros decir que la habían visto en la ruta haciendo dedo. 
Siguieron hacia la próxima habitación, era la más grande de todo el edificio. Majestuosa, los dejó boquiabiertos. Un pasillo sobre pastos verdes, sobre una plaza tan verde que terminaba en un gran altar, donde el féretro destellaba sin piedad. Oro por todas partes, e imágenes, fileteados. Si bien todos los cajones tenían sus detalles en oro, éste lo era en su totalidad. Cruzaron el pasillo, rodeado de bancos, aún algo vacíos, ya que la ceremonia de inauguración comenzaría con el atardecer, cuando no hubiese luz diurna y las paredes hagan mas espesa la noche. Se acercaron al cajón que desbordaba encajes blancos al pie del altar altísimo, estaba vacío. Solo reposaba un espejo en el que cada persona podía verse reflejada. Raúl volvía a tomar fotos emocionado.
Luego de varias vueltas por los seis pisos salieron del lugar y se dirigieron a la calle principal, foco del festival. Estaba decorada con banderines y luces de colores que colgaban sobre las calles, con fotos sepias de todos los difuntos participantes. La gente recorría las calles, comiendo garrapiñadas y choripanes. Las casas sin ventanas ni puertas, ni cortinas, de paredes blancas, invitaban a pasar a los turistas deseosos de conocer la vida consumada, las caras de sus hijos, los adornos en las paredes, los muebles. En cada una de ellas, una habitación aún mas blanca acunaba el cajón, sin detalles de oro, con vista a la calle, de madera más económica, con puntillas, o sedas, telas indias de vivos diseños. Coronas de rosas, pensamientos, y yuyos surtidos también.
En una habitación, una señora de pelo blanco y porte de anciana pero con un rostro extrañamente joven, caminaba alrededor de su cajón. Todavía no querría meterse en él. Había detenido su reloj y los familiares esperaban a que venga su hija para ponerle una nueva pila y seguir con la fiesta. Ella era la que debía otorgarle el fin. A la vuelta del recorrido volvieron a pasar pero la señora ya reposaba con los ojos sellados. Dicen que había pedido vivir un día de los seis que duraba el festival, y había utilizado una reserva de energía interior, jovial y positiva para poder vivir unos instantes más, y ver la fiesta, de la gente reunida para celebrar la muerte, y su llegada que envuelve a los elegidos en esos días, los agraciados de irse rodeados de una fiesta de tal magnitud, y ver tanta gente extraña, ya que en el pequeño pueblo se conocían todos. Infierno grande.
Siguieron caminando y encontrándose con cuerpos radiantes, jóvenes y bellos, casas humildes, vendedores de comidas al paso y puestos en los que podía comprar disfraces de la parca que uno quisiera, féretros en miniatura, postales. En uno de ellos también vendían dulces regionales. Raúl compró uno de frutas rojas y lo guardó en la mochila. Se sentaron en una plazoleta a esperar que atardeciera, para ver la ceremonia, donde un señor vestido de verdugo oraba y repartía los nombres de los difuntos y los lugares a donde debían llevar sus cenizas. Podía ser cualquier parte del país o del mundo, por eso hacían intercambios con turistas extranjeros y fomentaban nuestro país. 
Al otro día Raúl y Marisa ya viajarían al último pueblo. “Falta poco”. La sonrisa de Marisa fue la más blanca de todo el viaje, más blanca que los rostros que habían visto durante todo el recorrido. Ya restaban apenas un par de días más para dejar de ver tanta muerte junta, tranquila, con aire de campo, para volver a la ciudad, y a la rutina, donde apenas los muertos pueden descansar en paz, y otros tantos se mueren cada día desde sus ojos, mirando la televisión y la vida pasar.

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