lunes, 4 de julio de 2011

Crucíferas y estrés


Hace un tiempo comencé a comer mucho brócoli, descubrí un mundo riquísimo luego del umbral de su olor a podrido, con su forma de arbolito casi perfecto, tupido, cabezas florales siempre verdes y más verdes con el hervor. Con queso, en tartas, en salsa, con panceta. Hace unos días miré los árboles que bordean el arroyo que pasa a una cuadra de mi casa, y vi algo que nunca había visto: brócolis gigantes, esbeltos, seguramente sabrosos. Herví los que tenia en la heladera, pequeños bonsái que harán nido en mi estómago. La tierra del barrio es buena, saqué todas las flores de raíz, y planté mis amados para ver si crecerían hervidos, sin canteros, pero formando diagonales en el jardín. Puede ser que crezcan, sino con la escarcha del invierno van a quedar lindos un tiempo. Nada mejor que mostrar en la vereda lo que hay adentro de la casa con tanto amor, y un cartelito que dé la dirección correcta, para que el verdulero nunca se pierda y pueda traerme a casa ramos de brócolis, con una tarjetita que diga, felicidades.
Esto del brócoli me esta estresando un poco, creo que esta creciendo el pequeño bonsái y los jugos gástricos están cansados de licuar tanta crucífera. 
Me tomé unas vacaciones, fuí a una playa en temporada nocturna. Me fuí al Mar Negro. A una ciudad que parecía un parque de diversiones, demasiada locura para mí, mucha luz, muy Las Vegas. Solo había hoteles. Eran hoteles clásicos, con habitaciones simples, dobles, cuartos de libra y suites. Todos sobre la playa. Pero con detalles únicos. Uno tenía un techo con toboganes formando sus aguas, de muchos colores, y daban a piletas que bordeaban el hotel. Otro tenía un carrusel, y un tipo con la sortija pasaba horas sobre una grúa esperando que algún pibe se cayera así se dejaban de joder. Igualmente en estas tierras está todo calculado, nada está librado al azar. El hotel brindaba los servicios de bomberos con una colchoneta, por las dudas. 
Había otro con una ruleta, los jugadores compulsivos se metían en fichas gigantes y apostaban su vida; los que ya estaban en rehabilitación, se peleaban por ser la bola blanca. 
La playa no tenía carpas como acá, no le sacan tanto jugo a los turistas, pero sí habían sombrillitas con una barra debajo, para tomar un aperitivo, y puestos de artesanos vendiendo cosas. Había fetos de tiburones en frasquitos de almíbar. Y también carteras.
Pero lo más llamativo era un circo, un circo sobre el mar. Se entraba por un puente, las entradas mas caras te permitían un lugar en tablones de madera. Pagué una de esas, para las mas baratas tenia que saber nadar, y el agua del mar me da miedo para eso, más éste, lleno de algas que lo hacen mas oscuro. Parecen bichos. Si bajabas por un ascensor en el intervalo, te encontrabas con un restaurante de sushi, vidriado, con un japonés que mandaba a un buzo a buscarte el pez que quisieras, y lo comías al rato en un maki. 
El escenario era una pista de hielo y los números clásicos de circo no sorprendían, a lo sumo algún delfín o piraña amaestrada, saltando como las truchas en el sur. Me fui pensando en alguna trucha asada, pero como no tenía a mano, me compré una bolsita de snacks parecidos a los chizitos de acá y caminé hasta el hotel. El mío tenía en su terraza una réplica del amazonas y una colectividad de Roamaynas en su interior. No les gusta ver mucha gente, pero tal vez, el all inclusive me dé una lanza y alguna ropita típica para entrar, y ver si puedo pescar algo en el río que también tienen a disposición. Si son ricos, parecidos a las truchas, puede ser que me pierda por ahí, así me alejo un poco de la civilización, del brócoli. Todavía lo extraño. Por las dudas me traje unas semillas.

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