Hay mucho miedo en todas partes, hay energías que fastidian
y empujan como en el cuento de Julio en donde la gente se va de una habitación
a la otra hasta que ya no tiene dónde ir y de pronto se encuentra en la vereda
afuera de su casa. Yo no aguantaba más esa energía y me fuí sola para la plaza
de enfrente. Ya era de noche y la gente no anda por la calle, la fauna nocturna
es muy extraña, hay personas que nunca antes habías visto en tu vida en ese
lugar y las ves ahora caminando, en moto, gente que pasa y se ríe o tose y los
ves andar livianos, como si la noche les quitara todo el peso de encima. Me
senté debajo de un árbol, con una campera gigante y una capucha, no es cuestión
de tener miedo, quiero que tengan miedo de mí y nadie se me acerque. El mar se
escucha desde ahí con una cercanía que abruma, musicaliza la soledad de la
plaza y puede tapar el ruido de los pasos que se te acercan. La paranoia
comienza a titilar en la cabeza, miro hacia todas las direcciones, el viento
mueve las hojas de los árboles que ya secos en este otoño prematuro dan sonidos
que se quiebran y hojas que se mueven por el suelo. Una canción de feliz
cumpleaños viene desde alguna casa. Imagino los abrazos y cómo será la torta.
Una casita al lado de la otra, un pequeño mundo al lado del otro. Mundos
diferentes. Unas motos van y vienen y en un ratito ya se habían juntado muchos
chicos en el centro de la plaza, donde hace muchos años había una pared con un
busto de sarmiento que comenzaron a arruinar y le sacaron primero la nariz,
luego las orejas, después lo pintaron y un día no estaba más. Otro día tampoco
estaba más la pared. El grupito de chicos
se hacía más grande como las moscas que rodean un tarro de miel, entonces me
paré y caminando chueco y encorvada me fuí despacito hasta la calle. Caminé
caminé y caminé y ningún rincón a la vista parecía un lugar seguro. Volví a
casa, pero no quería entrar, entré al garage y volví a salir, me dirigí a los
arbustos que rodean la esquina y me senté en el espacio libre que hay entre uno
y otro. Están tan tupidos que me pueden tapar para poder pensar y sentir la
noche que no aprieta como las paredes de mi casa. Hay días en los que me quiero
ir, me quiero ir lejos y un impulso me lleva a salir con lo que tengo puesto,
el documento y algo de dinero, subirme al colectivo ir a la terminal y tomarme
cualquier micro que me lleve a cualquier pueblo de la provincia. Quiero
borrarme del mapa actual que me contiene. Llegar a ese lugar desconocido,
buscar un trabajo, cualquiera, alquilar un cuartito y trabajar trabajar,
dormir, comer algo apenas y leer, pagar el nuevo mes. Entrar a las bibliotecas,
pedir libros como quien pide algo para dar y estar en cuatro paredes que me
protejan, donde mi energía ahí sea la que se propague hasta la calle, y yo esté
tirada en la cama manejándola como un control remoto.
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